‘Nacos’, ‘güeros’ y mestizos: ¿Cómo opera el racismo en México?
Son cientos, miles. Llegan todas las semanas en vuelos pagados a plazos, viven en apartamentos compartidos y saben que están en el lugar indicado: México.
“Aquí hay mucho trabajo y mucha competencia”, confiesa Alejandra, una modelo uruguaya de 31 años que llegó a través de una agencia para dedicarse a hacer comerciales. Ella encaja en el prototipo que más solicitan: blanca, rubia, alta, cabello lacio, ojos claros, talla 6. “Me dicen que tengo perfil de latina aspiracional”, confiesa a medio café después de una pauta con una empresa de uniformes.
“Aspiracional” es una de las primeras palabras que aprende un modelo extranjero en México y la segunda que aparece en un libro recientemente presentado por el historiador e integrante del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Federico Navarrete, una expresión que encubre los síntomas de una enfermedad grave y multiforme: el racismo.
Blancos AAA
En el correo de José I., todos los días hay llamados a ‘casting’. Tiene dos meses en Ciudad de México, es español, trabajó un tiempo en Colombia para ahorrar y dio el salto al sur de América del Norte con ganas de hacer su carrera de actor.
Con una visa de trabajo recién salida del horno y cuentas por pagar, sabe que debe hacer lo que le salga y se apunta a cuanta audición para publicidad encuentre. En voz alta, lee las características que pide el anunciante: “es un alto ejecutivo, tipo latino internacional, clase alta aspiracional”. Decide ir y días más tarde, le dan el papel.
Aunque su cuenta de ahorros diga lo contrario, la tez blanca de José, su cabello oscuro y el saco comprado en tiendas ‘low cost’ le hacen parecer, a los ojos de su potencial cliente, como un alto ejecutivo. Si fuese más moreno, quizá, su suerte no sería a la misma.
“Aquí hay un fuerte grado de autodiscriminación. La gente asume que lo mexicano es menos bonito, que lo más moreno no es bonito, hay una vergüenza ser así y por eso se invierte tanto dinero en cosméticos para cambiar el aspecto físico”, explica Navarrete vía telefónica desde Berlín. Para él, la vitrina más burda de esa realidad es la publicidad.
Samuel D. no lo rebate. Él se encarga de reclutar actores y acompañarlos a audiciones en la capital mexicana. Las ofertas abundan y los aspirantes también, aunque la mayoría de ellos son extranjeros. La ecuación es fácil: si es rubio, va a protagónicos; si es blanco y simétrico, puede hacer de villano; si es moreno, interpreta papel de ‘mexicano’, o lo que es lo mismo, de pobre, de centroamericano, de suramericano, de ‘clase baja’.
“Esta industria es una porquería”, zanja Montserrat J. Ella, una actriz mexicana de teatro, ha ido en incontables oportunidades a ‘castings’ pero admite que la mayoría de las veces quienes terminan con los contratos “son puras chavas rusas que no saben español y que no llevan FM3 (residencia temporal)” pero que funcionan para los productos porque son flacas, altas, rubias y les dicen ‘blancas triple A’. “Esas mujeres son todo lo que los mexicanos desean. Es horrible”.
El mito del mestizaje
En México, de cada diez personas, seis se consideran de piel morena y una, blanca, pero según el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), nadie se ha quejado nunca de la escasa presencia en la televisión de figuras con tez canela. En contraste, el 54,8% de los mexicanos reconoce que en el país se insulta a otros por el color y un 15% admite que ha sentido vulnerados sus derechos por no entrar en el canon de blancura.
Pero que se sepa: acá no es común ver marchas de hombres con esvásticas, disfraces blancos con conos invertidos en la cabeza o grupos neonazis que persigan a los menos pálidos. No, acá el racismo es un asunto soterrado en el albur, en las formas, en la economía, en la televisión. Practicado más no admitido. ¿La razón? Navarrete cree que es histórica.
“En México siempre nos dijeron que éramos mestizos y que, por esa misma uniformidad, no podíamos ser racistas. Y es mentira”. Así, a grandes brochazos, la historia oficial dice que españoles, indios y esclavos copularon entre sí después de la Conquista, con o sin el visto bueno de la jerarquía colonial, y procrearon una suerte de raza homogénea, armónica, única. Ese argumento sirvió para muchas cosas y en el siglo XX fue especialmente poderoso como amalgama de Nación.
“El mito del mestizaje expresaba la estabilización del presente, su consolidación definitiva”, escribía el hiperión Luis Villoro a mediados del siglo XX para tratar de identificar los orígenes de la “mexicanidad”. Para Navarrete, ese deseo de “salvar al país” de la desunión después de guerras y revoluciones “pasaba por unificarlo racialmente, una idea que, de fondo, tiene un fuerte componente racista”.
‘Pigmentogracia’
“En el siglo XX -explica Navarrete- se evitaba decir que los conflictos eran raciales porque era admitir que no se iban a resolver tan fácilmente; así que sonaba más progresista afirmar que el problema del país podía corregirse con políticas públicas, que llegaría la igualdad. Por eso es que la Revolución no garantizó el fin del racismo”.
La desigualdad tampoco se acabó. “En México la pobreza tiene piel morena”, escribe el investigador de la UNAM en su alfabeto del racismo tras enumerar algunos hechos para ilustrar el asunto: las personas de piel morena clara tienen 30% menos posibilidades de cursar la educación superior que las blancas; el porcentaje sube a 58% de exclusión para las de piel oscura.
La lista de datos continúa: el 91% de los trabajores manuales son de tez morena frente a un 9% de blancos; los gerentes, en cambio, son en su mayoría de piel clara; el 51% de las personas color canela en México tienen menos posibilidades de ser ricas que los ‘güeros’. Es lo que llaman “pigmentocracia”: un régimen taimado que funciona con el combustible de la discriminación racial “practicada por los grupos privilegiados del país para ser un obstáculo” en el ascenso social de las personas menos pálidas.
Esta situación de desigualdad social, educativa, política y cultural, vinculada a algo tan azaroso como la melanina en la piel, lleva al investigador a concluir en su libro que “la única defensa” para negar que el Estado mexicano “sea abiertamente racista sería argumentar que es irremediablemente inepto”.
Discreta ambigüedad
Octavio Paz, amado y criticado casi en la misma proporción, describía al mexicano como un ser que “se excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo”, una conducta que según él nació durante la colonia cuando indios y mestizos “tenían que cantar quedo, pues ‘entre dientes mal se oyen palabras de rebelión”. Navarrete, que adversa la visión del poeta, al menos le da la razón en que esa actitud taimada es la alfombra perfecta para esconder el polvo del racismo.
“Cuando llegas a México percibes la ambigüedad en el humor. Se utilizan metáforas muy machistas, racistas, homofóbicas, derogatorias del otro, pero donde la línea entre la broma y la agresión no es clara”. Para él, la sociedad mexicana, por ser tan jerarquizada y con clases populares muy marginadas, permite el surgimiento de esta manera de ver el mundo donde “pueden agredir al que está arriba pero nunca abiertamente por temor a un castigo, una consecuencia”.
Así, la discriminación se reproduce en todos los ámbitos, a cualquier escala. El oprimido oprime al de más abajo y no es socialmente condenable “porque es como el humor: en el mejor de los casos se hace de forma inconsciente y, en el peor, es hipócrita, la gente se da cuenta pero no está dispuesta a admitirlo”.
“Aquí el racismo no está en las leyes, ni en el Estado (que se declara ‘multicultural’), sino en el ámbito privado, familiar y social. Por eso goza de buena salud, porque es difícil de combatir y modificar, más aún cuando los medios no están dispuestos a dejar de promoverlo”.
Un ejemplo de cómo el racismo corre aguas abajo ocurre en el sur de México, considerada la zona más pobre del país y donde la población mayoritaria es indígena. Allí, las víctimas de la exclusión social y política se convierten en victimarios. ¿De quiénes? De los centroamericanos, de los inmigrantes ilegales que tratan de atravesar el último tramo hasta EE.UU. Es una conducta aprendida que empieza, incluso, desde el poder, asegura Navarrete.
“Hay una hipocresía mexicana –argumenta Navarrete– cuando el Gobierno lamenta la falta de derechos de sus migrantes en EE.UU., pero hace muy poco por los migrantes dentro del país. Ahora hay un grupo del oficialismo que se empeña en demostrarle a Trump que los ‘bad hombres’ no son ellos, los blanquitos, sino los mexicanos más oscuros o los centroamericanos. Yo creo que si se erige el muro, ellos le dirían al Gobierno estadounidense: ‘constrúyelo un poco más al sur y nosotros nos vamos a vivir al norte de esa pared y dejamos al resto de los mexicanos de otro lado’. Esa sí una actitud aspiracional”.
“Cara de nopal”
El racismo en México es democrático. Lo practican (casi) todos. En el libro de Navarrete no solo se alude al que ejercen los blancos contra los morenos, sino de los morenos contra los morenos; los más morenos contra los indígenas y viceversa.
Porque el ‘güero’ (rubio), en ciertos contextos, también es una expresión que le sirve a los más morenos para intimidar; el ‘güerita’ puede significar acoso; y los propios mexicanos usan expresiones como “cara de nopal” con el deseo de disminuir a sus semejantes si el tono de la piel es unos gradientes más oscuros o sus facciones no desvelan, a simple vista, un ancestro europeo.
Los antecedentes también son orgullo o mácula social, dependiendo del origen de la familia: “cuando se hace una genealogía, lo que la gente busca es tener un abuelo español, no un abuelo indígena. Es preferible decir que tu apellido viene de Navarra, no de Oaxaca”, dice Navarrete. Sin embargo, no todos están de acuerdo con él.
El articulista mexicano Federico García Ramírez acusó el año pasado a Navarrete de falsear la realidad del racismo en su país, de exagerarla y totalizarla. El argumento para “rebatir” esa “mentira”, según él, es que en México se “dio enorme exposición” a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, “morenos y marginales”. El opinador, por supuesto, es blanco.
Nazareth Balbás